Hoy quiero escribir sobre mi vieja “enemiga – amiga” – la migraña, que apareció hace unos años y a la que, después de estos años de relación tormentosa, puedo agradecer por enseñarme mucho.
Los que sufrimos migrañas, sabemos que significa: estos días que no puedes ver la luz, y pasas el día esperando que se acabe. Mejor que no te hablen, porque cada ruido es insoportable. Nauseas, malestar, problemas de concentración, muchas veces no eres capaz de hacer nada. Y este dolor que te acompaña vayas donde vayas, como si llevaras un casco estrecho en la cabeza. En mi caso, cada vez que aparecían los primeros síntomas, decía: “Oh no, otra vez…” Probé de todo para deshacerme de ella: medicina tradicional, medicina natural… Pero siempre volvía.
Con el tiempo vi que la migraña me enseño mucho:
Me ayudó ir más lenta y saber parar. Yo era de los que corrían, y no sólo externamente. Mi mente no paraba, siempre estaba en movimiento. El dolor me decía STOP y no sólo me obligaba a quedarme tranquila en casa, sino que literalmente paraba mis pensamientos. No era capaz de pensar, así que me quedaba muy quieta mentalmente.
Me obligó a prestar la atención a mi cuerpo. Yo era una persona muy ocupada en “ser productiva” y desconectaba fácilmente de mi cuerpo tratándolo a veces como una máquina que sirve para cumplir con las tareas. El dolor me llevaba a conectar con él y cuidarme de la mejor forma que podía.
Me ayudo a detectar y priorizar mis necesidades. De una manera extraña, la migraña se agravaba, cuando tenía hambre, tenía sed, ganas de dormir, o ganas de salir que me diera el aire, y no hacía nada con esta necesidad posponiendo su satisfacción y siguiendo con los haceres “más importantes”. Así que me obligó a poner claridad y prioridad, que lo primero es lo primero, y todo lo demás se puede esperar.
Me conectó con las emociones que no quería reconocer: en concreto, con la rabia. La rabia no gestionada que tenía, causaba tensión en mi cuello y esto agravaba el dolor. Llegué a detectarlo y gracias a esto pude expresarla y realizar un proceso después del cual noté que las migrañas aparecían con menos frecuencia.
Me ayudo a observar el dolor y no escapar de él. Al principio me costaba poder realmente estar en el dolor. Con el tiempo pude observarlo desde una posición más neutral, no rechazarlo, sentirlo como una parte de mi, y como una parte de la vida misma.
Y lo más importante: me ayudó a ACEPTAR. Un día, después de varios años de sufrir la migraña por lo menos una vez al mes, le dije: “Te permito estar aquí”. Y no fueron meras palabras, sino sentía que venían desde el corazón, realmente dejé de lado completamente toda la lucha contra ella y acepté su presencia. Hasta entonces ni me había dado cuenta que le tenía mucha rabia, por estar ella aquí y complicar mi vida. Sabes que pasó? El dolor se fue. No volvió nunca de la misma forma, pero no quiero decir: “Me curé de la migraña”. Ya veremos como se desarrolla nuestra relación. En cualquier caso sé que ya no estoy en guerra con ella.